En los confines de un vasto y sombrío bosque, donde los árboles se alzaban como gigantes nudosos y el sol apenas lograba filtrar sus rayos a través del denso follaje, vivía un pobre leñador. Su cabaña, pequeña y desgastada por el tiempo, apenas ofrecía cobijo contra los vientos helados del invierno. Compartía este humilde hogar con sus dos amados hijos, Hansel, un muchacho ingenioso y protector, y Gretel, una niña dulce aunque a veces temerosa, y su segunda esposa, una mujer cuyo corazón parecía tallado en la más fría de las piedras. La familia se ahogaba en una extrema pobreza, una miseria que se palpaba en las alacenas vacías y en el constante roer del hambre en sus estómagos. Los días se sucedían con la misma monotonía gris, y la comida se volvía un recuerdo cada vez más lejano, hasta el punto en que apenas tenían una corteza de pan duro para repartir.
La madrastra, cuyo rostro afilado reflejaba su naturaleza despiadada y egoísta, no soportaba la carga de las bocas adicionales. Una noche, mientras los niños dormían acurrucados buscando un calor inexistente, se acercó al leñador. "Escucha," siseó con una voz que era a la vez melosa y venenosa, "no podemos seguir así. Moriremos todos de hambre. Es doloroso, lo sé, pero debemos llevar a los niños a lo más profundo del bosque y dejarlos allí. Quizás alguna alma caritativa los encuentre, o la naturaleza provea. Aquí, con nosotros, solo les espera una muerte lenta." El leñador, un hombre de buen corazón pero débil de carácter, sintió como si una daga helada le atravesara el pecho. Amaba a sus hijos más que a nada en el mundo, pero la perspectiva de verlos consumirse día a día, sumada a la insistencia implacable de su esposa, lo doblegó. Con el alma rota en mil pedazos y lágrimas silenciosas surcando su rostro curtido, accedió a regañadientes, sintiéndose el más miserable de los hombres.
Hansel, sin embargo, con su oído aguzado por las noches de hambre, había escuchado el susurro del malvado plan desde su precario lecho. Un escalofrío de terror recorrió su espina dorsal, pero la desesperación agudizó su ingenio. Sin hacer ruido, esperó a que sus padres se durmieran y, bajo el manto protector de la noche, se deslizó fuera de la cabaña. La luna, como un disco de plata, iluminaba el claro, y Hansel se dedicó a llenar sus bolsillos con pequeñas piedras blancas que brillaban fantasmagóricamente a su luz. A la mañana siguiente, cuando la madrastra, con una falsa sonrisa que no llegaba a sus ojos fríos, y el leñador, con la mirada perdida y el corazón encogido, llevaron a los niños hacia las profundidades del bosque, Hansel iba dejando caer las piedras discretamente por el camino, una a una, como pequeñas anclas de esperanza. Una vez que los dejaron solos con una excusa baladí, los niños esperaron, abrazados y temblando, a que la oscuridad lo envolviera todo. Entonces, guiados por el pálido y tranquilizador brillo de las piedras bajo la luz de la luna, lograron desandar el tortuoso camino y encontrar el sendero de regreso a su hogar.
La madrastra apenas pudo disimular su furia y consternación al verlos cruzar el umbral. Su rostro se contrajo en una mueca de odio. Al día siguiente, con una determinación aún más férrea, los llevó mucho más adentro en el bosque, por senderos intrincados y desconocidos, asegurándose esta vez de que Hansel no tuviera oportunidad de recoger sus salvadoras piedras. Sin embargo, el muchacho no se dio por vencido. El mísero trozo de pan que le dieron como desayuno se convirtió en su nueva herramienta. Con disimulo, fue desmenuzándolo y dejando caer las migas por el camino. Lamentablemente, la astucia de los pájaros del bosque superó la suya. Cuando, abandonados nuevamente, intentaron regresar siguiendo el rastro, descubrieron con creciente horror que las aves, hambrientas también, se habían comido hasta la última miga de pan. Esta vez, estaban verdaderamente perdidos, envueltos por la inmensidad de un bosque que parecía no tener fin.
Tras vagar sin rumbo durante días, con los pies doloridos, el estómago vacío y el espíritu casi quebrado por el cansancio y la desesperación, cuando la esperanza comenzaba a desvanecerse, divisaron a lo lejos una imagen insólita. Entre los árboles oscuros, brillaba una casita singular, casi irreal. Al acercarse con cautela, sus ojos no podían creer lo que veían: ¡la casita estaba construida enteramente de pan de jengibre, el tejado cubierto de pasteles glaseados y las ventanas hechas de azúcar transparente! Con una explosión de alegría infantil, olvidando momentáneamente su terrible situación, los niños famélicos se abalanzaron y comenzaron a mordisquear trozos de la deliciosa y tentadora morada.
De repente, la pequeña puerta de mazapán se abrió y una anciana, encorvada y con una sonrisa que pretendía ser amable, salió de la casa. "¡Oh, queridos niños! ¿Qué os trae por aquí, tan hambrientos y solos?", dijo con una voz sorprendentemente dulce. Los invitó a pasar, ofreciéndoles más dulces, leche caliente y camas suaves y mullidas. Hansel y Gretel, ingenuos por naturaleza y cegados por el hambre y el agotamiento, aceptaron encantados, sintiendo que por fin la suerte les sonreía. Sin embargo, la aparente bondad de la anciana era una máscara. En realidad, era una malvada bruja que había construido su casa de dulces con el único propósito de atraer a niños incautos para luego devorarlos.
La bruja encerró a Hansel en una jaula para engordarlo, mientras que a Gretel la convirtió en su sirvienta, obligándola a hacer todas las tareas. Cada día, la bruja le pedía a Hansel que sacara un dedo para comprobar si ya estaba lo suficientemente gordo. Hansel, con astucia, sacaba un pequeño hueso de pollo que la bruja, con su vista débil, confundía con su dedo, pensando que seguía delgado.
Poco a poco, la bruja se impacientó. Decidió que no esperaría más y preparó el horno para asar a Hansel al día siguiente. Le ordenó a Gretel que mirara si el horno estaba lo suficientemente caliente. Gretel, al ver la oportunidad, fingió no saber cómo hacerlo y le pidió a la bruja que le enseñara. La bruja, gruñendo, se agachó para mostrarle. En ese instante, Gretel la empujó con todas sus fuerzas dentro del horno encendido y cerró la puerta de hierro. La bruja malvada pereció quemada en su propio horno.
Gretel liberó rápidamente a Hansel de la jaula. Al registrar la casa de la bruja, encontraron cofres repletos de piedras preciosas, perlas y oro. Llenaron sus bolsillos y faldas con el tesoro y huyeron de la casa embrujada.
Tras un largo camino por el bosque, encontraron un gran río. Sin saber cómo cruzar, vieron un hermoso pato blanco al que pidieron ayuda. El pato los llevó uno a uno sobre su lomo hasta la otra orilla. Desde allí, reconocieron el camino y corrieron hacia su hogar.
El leñador, que se arrepentía amargamente de haberlos abandonado (la madrastra ya no estaba, pues había muerto o se había ido), se llenó de inmensa alegría al ver a sus hijos sanos y salvos. Al mostrarle los tesoros que habían traído, todas sus penurias terminaron para siempre. Hansel y Gretel, con su valentía e ingenio, habían salvado sus vidas y las de su padre, y vivieron felices y sin pasar hambre el resto de sus días.
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