El segundo semestre de mi carrera universitaria se desplegó ante mí como un torbellino de experiencias nuevas y desafiantes. Ya había superado la novedad inicial y la ingenua efervescencia del primer semestre, ese período de adaptación y descubrimiento. Ahora, me enfrentaba con toda su crudeza a la verdadera carga académica, a montañas de lecturas que parecían interminables, a trabajos que exigían un nivel de análisis y profundidad al que no estaba acostumbrado. Simultáneamente, comenzaban a surgir las primeras crisis existenciales serias sobre la elección de mi carrera, esas dudas paralizantes sobre si realmente estaba en el camino correcto, si mis pasiones y mis habilidades encontrarían un lugar en ese campo de estudio. Y, por supuesto, estaba la creciente complejidad de las relaciones interpersonales que empezaba a construir lejos de la familiaridad y el amparo del hogar, amistades incipientes, posibles romances, dinámicas de grupo en proyectos universitarios, todo un nuevo universo social por navegar. En medio de ese caos organizado, de esa montaña rusa emocional y académica, descubrí un álbum que no tardó en convertirse en el acompañamiento constante, casi un ritual, de mis días y mis noches: "Melodrama".
Recuerdo con una claridad asombrosa que lo ponía en mis auriculares casi automáticamente al salir del campus, al final de largas jornadas de clases y estudio, mientras caminaba por las calles arboladas y ajetreadas de la ciudad universitaria. La energía febril y casi desesperada de "Green Light" resonaba profundamente con la prisa y la excitación que sentía al empezar algo nuevo cada día, aunque la mayoría de las veces no supiera exactamente qué era ese "algo". Era el sentimiento puro de estar en movimiento constante, la intuición de que algo importante, quizás transformador, estaba a punto de pasar, la necesidad imperiosa de dejar atrás lo viejo, lo conocido, para dar paso a un futuro incierto pero cargado de promesas y posibilidades. La escuchaba mientras el sol de la tarde se ponía, tiñendo los edificios antiguos de la universidad con tonos anaranjados y rosados, sintiendo que cada paso, cada melodía, me llevaba hacia algún lugar crucial, hacia una nueva versión de mí mismo.
Luego estaba "Liability". Ah, "Liability". Esa canción, con su piano melancólico y su letra desgarradoramente honesta, se convirtió en la banda sonora oficial de mis momentos de duda, de introspección y de soledad autoimpuesta. Cuando me sentía abrumado por la cantidad de trabajos pendientes, cuando la inseguridad sobre mis propias capacidades intelectuales me acechaba, o simplemente cuando la nostalgia por mi hogar y mi familia se hacía insoportable, me ponía los auriculares y me perdía en su atmósfera agridulce. Me sentaba en el suelo frío de mi pequeño cuarto de residencia, o buscaba un rincón tranquilo y anónimo en la biblioteca, y las letras sobre ser "una carga" para los demás o "demasiado para cualquiera" resonaban con una precisión dolorosa con la inseguridad que a veces me carcomía por dentro. Era, en cierto modo, el permiso tácito para sentirme vulnerable, para reconocer mis fragilidades en un entorno académico que a menudo parecía exigir una constante demostración de fortaleza, seguridad inquebrantable y éxito perpetuo.
"The Louvre", con su ritmo contagioso y su aura de juventud despreocupada, me transportaba instantáneamente a las raras pero preciosas noches en las que lograba desconectar de las obligaciones y salía con el pequeño grupo de amigos que empezaba a considerar mi nueva familia. Explorábamos bares nuevos con luces de neón y música estridente, o simplemente caminábamos sin rumbo fijo por la ciudad nocturna, sintiéndonos invencibles, eternos y llenos de planes absurdos y sueños grandilocuentes. Era la canción de la camaradería incipiente, de los chistes internos que solo nosotros entendíamos y que nos hacían reír hasta doler el estómago, de la embriagadora sensación de pertenecer a algo nuevo, emocionante y auténtico. La energía despreocupada, casi eufórica, de la canción capturaba a la perfección la libertad y la ligereza de esas noches efímeras.
Y, por supuesto, no puedo olvidar "Perfect Places". Esta canción, con su mezcla de anhelo y resignación, era el epílogo sonoro de muchas de mis semanas. La ponía los viernes por la noche, a menudo solo, en la quietud de mi habitación, mirando por la ventana la incesante actividad de la calle, las luces de los coches, las siluetas anónimas. Hablaba de esa búsqueda universal de esos "lugares perfectos", de esos momentos ideales para sentirse verdaderamente vivo, para escapar de las presiones, para conectar de forma genuina con otros o con uno mismo. Me hacía reflexionar sobre el semestre que se escurría entre mis dedos, sobre los altibajos emocionales, las pequeñas victorias académicas, las lecciones aprendidas a la fuerza. Me hacía pensar en si realmente estaba encontrando mi propio "lugar perfecto" en ese nuevo y a veces intimidante mundo universitario, o si la búsqueda en sí misma, con todos sus tropiezos y descubrimientos, era parte fundamental de la experiencia.
El álbum entero, de principio a fin, se convirtió en un espejo fiel y resonante de mis emociones fluctuantes durante esos meses cruciales. Desde la euforia del inicio de una nueva etapa hasta la introspección profunda de la soledad, pasando por la alegría de la conexión con otros y la persistente búsqueda de mi propio lugar en el mundo. No era solo música de fondo que llenaba el silencio; era un personaje silencioso pero omnipresente en mi propia historia personal. Cada canción evocaba un recuerdo específico, una sensación particular: "Hard Feelings/Loveless" inevitablemente me recordaba la frustración y la tensión de un proyecto grupal particularmente difícil y conflictivo; "Supercut" sonaba en bucle mientras repasaba apuntes amarillentos hasta el amanecer antes de un examen importante, con el corazón en un puño; "Writer in the Dark" acompañaba mis tímidos intentos de escribir mis primeros ensayos realmente personales y reflexivos, aquellos en los que intentaba volcar algo de mi propia alma.
Ahora, años después, al escuchar "Melodrama", no solo oigo las canciones, las melodías y las letras. Es algo mucho más profundo: revivo ese semestre con una intensidad sorprendente. Siento de nuevo en la piel esa mezcla embriagadora de miedo paralizante y emoción desbordante ante lo desconocido, percibo el olor característico a café rancio y libros viejos de la biblioteca a las 3 de la madrugada, escucho las risas espontáneas y contagiosas en el pasillo del dormitorio, la tensión palpable en el aire antes de una presentación oral importante. Es un recordatorio vívido y agridulce de cuánto crecí, de cuánto cambié en esos pocos meses, impulsado por la necesidad imperiosa de adaptarme, de aprender a marchas forzadas y, sí, inequívocamente acompañado por la banda sonora perfecta que Lorde creó, sin tener la menor idea, para mi propia y particular experiencia vital. La música, más que un simple entretenimiento pasajero, se había convertido en el ancla emocional, en la cápsula del tiempo y en la memoria auditiva de uno de los capítulos más definitorios y transformadores de mi vida.
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