Cuento 15: El Dilema Ético del Trabajo

 Este cuento está inspirado en una discusión que tuvimos en clase de Ética profesional sobre casos de deshonestidad académica y en una situación que presencié durante un trabajo en grupo el semestre pasado, aunque la adapté a un contexto laboral ficticio para explorar otro ángulo.


Mi primer trabajo a tiempo parcial en una pequeña oficina de consultoría parecía la oportunidad perfecta para ganar algo de dinero y experiencia relevante para mi carrera. Las tareas eran sencillas al principio: archivar, responder correos, preparar café. Pero pronto, mi jefe me asignó un proyecto pequeño: investigar y compilar datos para un informe destinado a un cliente potencial. Era mi primera responsabilidad real, y estaba decidido a hacerlo bien.


Pasé horas buscando información, organizando los datos y redactando resúmenes. Me sentía orgulloso del trabajo. Cuando lo terminé, se lo envié a mi jefe para su revisión. Él me felicitó por mi diligencia y me dijo que lo presentaría al cliente en una reunión importante al día siguiente.


La mañana de la reunión, mi jefe me pidió que imprimiera el informe final. Mientras lo hacía, noté algo que me heló la sangre. En la página de créditos, donde esperaba ver mi nombre o al menos una mención de mi contribución, aparecía solo el nombre de mi jefe y el de otro consultor senior. Mi nombre no estaba por ninguna parte. Todo el trabajo de investigación y compilación que yo había hecho parecía haber sido absorbido sin reconocimiento.


Sentí una mezcla de sorpresa e indignación. ¿Era esto normal? ¿Así funcionaba el mundo laboral? Mi primera reacción fue la incredulidad, seguida rápidamente por la rabia. Era injusto. Había dedicado un esfuerzo considerable a ese informe, y ahora alguien más se llevaría el crédito frente al cliente.


Se presentó un dilema. Podía quedarme callado. Al fin y al cabo, era solo un trabajo a tiempo parcial, una tarea pequeña. ¿Valía la pena crear un conflicto con mi jefe en mi primer empleo? Temía que si decía algo, me vería como problemático, que podría perder el trabajo o que eso afectaría futuras oportunidades. La voz del miedo susurraba "traga y aprende".


Por otro lado, mi sentido de la justicia se rebelaba. No se trataba solo del crédito; se trataba de la integridad. Mi trabajo era mío, mi esfuerzo merecía reconocimiento. Si me callaba ahora, ¿qué mensaje me enviaba a mí mismo? ¿Que estaba bien que otros se apropiaran de mi trabajo? ¿Que el reconocimiento no importaba?


Recordé discusiones en mi clase de Ética profesional, donde analizábamos casos de plagio, de apropiación de ideas, de falta de transparencia. Los profesores enfatizaban la importancia de la honestidad y la integridad como pilares de cualquier carrera respetable. Pensé en la persona en la que quería convertirme: alguien que defiende sus principios, que valora la honestidad y que no permite la injusticia, ni siquiera en pequeñas dosis.


La reunión con el cliente estaba a punto de empezar. No había tiempo para deliberar eternamente. Sentí el peso de la decisión. El miedo seguía ahí, palpable, pero la sensación de estar comprometiendo mis valores era insoportable.


Decidí hablar con mi jefe, pero no de forma acusatoria. Me acerqué a su escritorio, el informe en la mano. "Disculpe", dije, la voz un poco más temblorosa de lo que quería. "Estaba imprimiendo el informe y me di cuenta de que mi nombre no aparece en la página de créditos. Trabajé en la investigación para esto..."


Mi jefe me miró, sorprendido, y luego pareció darse cuenta. "Oh, es verdad", dijo, casi con displicencia. "Sí, tu recopilación fue útil. Lo siento, se me pasó incluirte. Pero no te preocupes, es solo un borrador. Para el informe final, si el cliente avanza, nos aseguraremos de que estés en los agradecimientos."


Su respuesta no fue la disculpa que esperaba, ni la promesa firme de reconocimiento. Me sentí minimizado. Pero había hablado. Había señalado la omisión. No había logrado un cambio inmediato en el borrador, pero había defendido mi trabajo. La conversación fue corta y un poco incómoda, pero al alejarme, sentí un alivio silencioso.


El cliente no siguió adelante con el proyecto, así que nunca hubo un "informe final" donde mi nombre pudiera haber aparecido. Mi tiempo en esa oficina terminó sin más incidentes. Pero la experiencia me dejó una enseñanza clara. Los dilemas éticos no siempre son en blanco y negro, ni implican grandes actos de heroísmo o villanía. A menudo, son pequeñas decisiones cotidianas: hablar o callar, aceptar o cuestionar, defender tus principios o ceder ante la conveniencia o el miedo. Aprendí que la valentía no siempre es ruidosa; a veces, es solo encontrar la voz para señalar lo que está mal, incluso cuando el resultado no es el ideal. Y que la integridad personal es un músculo que se fortalece con cada pequeña elección difícil que haces.


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