Este cuento está inspirado en mi primera visita a Ciudad de México y en la lectura de novelas de Carlos Fuentes y Elena Garro que capturan su atmósfera única.
Mi relación con Ciudad de México no fue amor a primera vista, sino una seducción lenta y caótica. Llegué por primera vez para un congreso académico, con la mente llena de estereotipos: tráfico, bullicio, contaminación. Y sí, había todo eso. Pero debajo del ruido y el movimiento constante, descubrí una ciudad con una vida propia, una energía palpable y una belleza que emergía en los lugares menos esperados, una ciudad que terminó por inspirarme de maneras que nunca imaginé.
Al principio, la inmensidad me abrumó. Era un organismo vivo, pulsante, con capas y capas de historia y modernidad superpuestas. Caminar por el Centro Histórico era viajar en el tiempo: ruinas prehispánicas junto a catedrales coloniales, edificios Art Decó compartiendo calle con arquitectura funcionalista. Cada esquina parecía contar una historia. Los olores de la comida callejera se mezclaban con el incienso de las iglesias y el humo de los escapes. Los sonidos del claxon, el pregón de los vendedores ambulantes y la música que salía de los locales creaban una sinfonía urbana incesante.
Empecé a leer sobre la ciudad mientras estaba allí. Novelas de Carlos Fuentes que la describían como un personaje más, vivo y complejo. Los cuentos de Elena Garro que imbricaban la realidad y la fantasía en sus calles. Estas lecturas me dieron una nueva lente para verla. No solo un lugar, sino un palimpsesto de culturas, un crisol de identidades, un lugar donde el pasado convivía con el presente de una forma casi surrealista.
Recuerdo un atardecer particular en el Parque México, en la Colonia Condesa. La luz dorada filtrándose entre los árboles, la arquitectura elegante de los edificios circundantes, la gente paseando a sus perros, los niños jugando, el sonido lejano de un saxofón... Era una burbuja de tranquilidad dentro del caos de la megalópolis. Sentado en un banco, con un libro en las manos, sentí una conexión profunda con ese espacio, con la belleza inesperada y la resiliencia de sus habitantes. Comprendí que la ciudad no era solo sus monumentos o sus problemas, sino la vida que bullía en sus parques, en sus cafés, en las conversaciones en la calle.
La vida universitaria en Ciudad de México, aunque desafiante por la logística, era inmensamente enriquecedora. Los museos eran aulas extendidas. Cada colonia (barrio) tenía su propia personalidad y sus propias historias que contar. El simple hecho de desplazarme por la ciudad, de observar a la gente en el metro, de escuchar las diferentes formas de hablar, de probar la infinita variedad de su gastronomía... todo alimentaba mi curiosidad y mi pensamiento.
La ciudad me enseñó sobre la diversidad, sobre la capacidad humana de adaptarse y crear belleza en medio de la adversidad, sobre la importancia de mirar más allá de la superficie. Me obligó a salir de mi zona de confort, a perderme (literal y figurativamente) para encontrarme. Me dio una perspectiva más amplia sobre mi carrera (si estaba relacionada con las humanidades, la ciudad ofrecía un laboratorio viviente de cultura e historia) y sobre mi lugar en el mundo.
La inspiración que encontré en Ciudad de México no fue solo estética; fue una inspiración de vida. La ciudad misma era un testimonio de perseverancia, de creatividad, de una vitalidad indomable. Volví de esa primera visita (y de las subsiguientes) con la mente llena de ideas, de imágenes, de preguntas. La ciudad se había filtrado en mi conciencia, influyendo en mi forma de pensar, de escribir, de ver el arte y la cultura.
Incluso ahora, lejos de sus calles ruidosas y vibrantes, Ciudad de México sigue siendo una fuente de inspiración. Un recordatorio de que la belleza y el significado a menudo se encuentran en los lugares más complejos y desafiantes, y que una ciudad, con todas sus imperfecciones, puede ser una maestra poderosa si uno está dispuesto a escuchar sus historias. La Ciudad de México no solo me abrió los ojos a nuevas formas de ver el mundo, sino que me abrió el corazón a la inagotable riqueza de la experiencia humana.
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