Este cuento está inspirado en mi propia frustración por no tener un hobby claro después de la secundaria, y en un artículo que leí en "Psychology Today" sobre cómo encontrar actividades que te recarguen.
Tras terminar la secundaria y empezar la universidad, me di cuenta de algo alarmante: no tenía un hobby. Más allá de pasar el rato con amigos o ver series, no había ninguna actividad que me apasionara lo suficiente como para dedicarle tiempo de forma regular, algo que me hiciera desconectar del estrés académico y simplemente disfrutar. Mis amigos tenían sus deportes, su música, sus videojuegos, sus proyectos artísticos. Yo me sentía extrañamente vacío, sin una válvula de escape creativa o recreativa propia.
Decidí que era hora de encontrar mi "hobby perfecto". Empecé una búsqueda activa, casi como si fuera una tarea más de la universidad. Hice una lista de posibles actividades: tocar un instrumento (siempre quise aprender la guitarra), pintar (aunque mis intentos infantiles habían sido desastrosos), fotografía, escritura creativa, tejer, jardinería, algún deporte individual como la natación o correr, aprender un idioma... La lista era larga y variada.
Mi primer intento fue la guitarra. Compré una guitarra acústica barata y me apunté a clases online. Las primeras semanas fueron emocionantes. Aprender los acordes básicos, rasguear las primeras notas... Pero pronto me enfrenté a la frustración. Mis dedos dolían, los acordes no sonaban limpios, y progresaba con una lentitud exasperante. La práctica, en lugar de ser relajante, se sentía como una obligación. Después de un par de meses, la guitarra empezó a acumular polvo en un rincón. No era mi hobby.
Luego probé la pintura. Compré acuarelas y un cuaderno. Inspirado por tutoriales en YouTube, intenté replicar paisajes y flores. El resultado era consistentemente peor de lo que imaginaba. La pintura se desbordaba, los colores se mezclaban de forma turbia, y mis intentos parecían hechos por un niño de cinco años (y no uno particularmente talentoso). La frustración volvió a aparecer. Guardé las acuarelas.
Intenté correr. Me descargué una app y salí con entusiasmo. Los primeros cinco minutos eran un desafío monumental. El sudor, el jadeo, el dolor muscular... No sentía esa euforia de la que hablaban los corredores, solo agotamiento y ganas de detenerme. Lo intenté varias veces, pero la falta de disfrute era total. Correr no era mi hobby, era una tortura autoinfligida.
Mi búsqueda se convirtió en una fuente de ansiedad. ¿Por qué era tan difícil encontrar algo que simplemente disfrutara? ¿Estaba yo defectuoso de alguna manera? Empecé a sentir presión por "tener un hobby" para ser una persona interesante o equilibrada. La búsqueda del "hobby perfecto" se había convertido en otra obligación, quitándole toda la alegría.
Leí ese artículo en "Psychology Today" que hablaba de los hobbies no como algo que *debes* tener, sino como actividades que *te nutren*, que te permiten entrar en un estado de "flujo", donde pierdes la noción del tiempo porque estás completamente inmerso y disfrutando. El artículo sugería dejar de buscar la perfección o la maestría inmediata, y centrarse simplemente en la exploración lúdica.
Decidí cambiar mi enfoque. En lugar de buscar el "hobby perfecto", simplemente empecé a probar cosas sin expectativa. Un día, vi a unos compañeros jugando ajedrez en la cafetería y me uní, sin saber jugar bien. Perdí estrepitosamente, pero me fascinó la estrategia y la concentración que requería. Empecé a jugar partidas online, a ver tutoriales, a aprender aperturas. No sentía la presión de ser un maestro, solo el placer de resolver un rompecabezas en cada partida.
Paralelamente, empecé a interesarme por la panadería casera. Viendo un programa de cocina, me animé a intentar hacer pan. La primera hogaza fue densa y pesada, pero el proceso de amasar, de esperar la levadura, de ver cómo la masa crecía... había algo increíblemente satisfactorio en crear algo tangible y delicioso con mis propias manos. No importaba que no fuera perfecto; el simple acto de hacerlo era gratificante.
De repente, sin darme cuenta, tenía hobbies. El ajedrez me ofrecía un desafío mental tranquilo. La panadería me daba una conexión táctil con la materia y la recompensa inmediata de un producto terminado (¡y comestible!). No eran los hobbies que había imaginado al principio, ni requerían una gran inversión económica o de tiempo. No era un maestro en ninguno de los dos, ni aspiraba a serlo. Simplemente disfrutaba del proceso.
La búsqueda del "hobby perfecto" fue un fracaso, pero la decisión de dejar de buscar y simplemente explorar fue un éxito. Aprendí que un hobby no es algo que encuentras en una lista, sino algo que descubres en el camino, a menudo en los lugares menos esperados, cuando dejas de lado la presión del resultado y simplemente te permites jugar y crear por el placer de hacerlo. Y en esas actividades encontré el escape y la recarga que tanto necesitaba.
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